Tonelcillo


Había una vez un niño tan pobre, tan pobre, que ni casa tenía. El único lugar al que podía acudir para descansar era un viejo tonel abandonado. Por eso la gente le llamaba Tonelcillo. Pero Tonelcillo no era infeliz por vivir de esta forma, sino porque veía el contraste existente entre él y el resto de los niños con sus ropas limpias, sus juguetes y libros para la escuela, todos ellos acompañados por sus padres. Él estaba solo, nada tenía, y esto le hacía sentir que no formaba parte del mundo en el que vivía. Era esto y nada más que esto, lo que le hacía desdichado, por lo que un día se dijo:
—Tal vez en un sitio distinto, otros vivan como yo, y si es así y los encuentro, me quedaré con ellos y seré feliz.
Sin embargo, a la hora de acometer esta iniciativa, se encontró con un problema. Necesitaba el tonel para guarecerse, pero pesaba demasiado como para cargar con él. Se dijo que esto no podía detenerle y estuvo cavilando hasta que finalmente encontró una solución. Añadió dos barras, una en la base del mismo y otra en la tapa, y una vez hubo atado éstas a una cuerda que ciñó a su cintura, echó a andar como un caracol con su casa a cuestas, y salió del pueblo en el que había nacido.
Se internó en el bosque y caminó y caminó, hasta que empezó a sentir hambre. Entonces se detuvo y cayó en la cuenta de que no tenía nada para comer. Mas Tonelcillo, que en compensación a su desamparo tenía una mente despierta, había observado que los pájaros picoteaban ciertos frutos y evitaban otros, por lo que supuso que unos eran comestibles y los otros no. De esta forma, tomó uno de aquéllos y, tras romper la dura cáscara que lo recubría con una piedra, lo probó.
—¡Qué rico! —exclamó Tonelcillo relamiéndose. El fruto era dulce y delicioso.
Después de haber saciado su apetito y haber guardado unos cuantos frutos más en el tonel para el viaje, se puso en movimiento y continúo avanzando hasta que, al término de una semana, llegó a los lindes del bosque.
Ante sus ojos se abría una extensa llanura, en cuyo centro había un pequeño pueblo rodeado por tierras de cultivo. De camino al lugar, se encontró con un campesino. Estaba removiendo la tierra con una azada. Tonelcillo le saludó, y el hombre, tras corresponderle y secarse el sudor de la frente, cesó su actividad por un momento.
Tonelcillo le preguntó si sabía de algún lugar donde la gente viviera en toneles, pero el labrador, con cara de asombro, le contestó que nunca había oído cosa parecida.
—Lo siento, muchacho —le dijo al ver que su respuesta había entristecido a Tonelcillo.
—No importa —le respondió éste—. Seguiré buscando.
Tonelcillo iba a emprender de nuevo la marcha cuando el labrador, que era un buen hombre, le detuvo.
—Espera —le dijo—. ¿Tienes pensado ir muy lejos para encontrar lo que buscas?
—Hasta donde sea necesario —le contestó Tonelcillo... (¿Quieres saber cómo termina el cuento «Tonelcillo»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).