Ibrahim dirigió una mirada confusa hacia el príncipe.
Al caer la tarde, Ibrahim, consejero real y antaño preceptor del príncipe y heredero Salad, halló a éste en los jardines de palacio. Como amaba al joven príncipe tanto como a un hijo, sintió un vuelco en el corazón cuando le vio tan abatido.
—¿Qué os sucede, príncipe? —le preguntó Ibrahim preocupado.
—¡Ay de mí, mi querido amigo! —exclamó el príncipe Salad—. Me he enamorado de quien no debía y por ello mi corazón se ahoga, tal y como muere el sol por la luna, en un mar de lágrimas.
—Mi querido príncipe —le dijo Ibrahim—, tranquilizaos y veremos lo que se puede hacer. Todo problema tiene su solución.
—Nada, nada se puede hacer —le contestó desalentado el príncipe—. Como bien sabrás, la princesa Yazcala ha venido a visitar a mi padre con el fin de pedir ayuda para su reino, desolado por el hambre y la guerra y, en cuanto la he visto, me he quedado prendado de ella. Y esto es una desgracia. Mi padre jamás permitirá un enlace con un pueblo tan pobre. ¿Qué debo hacer, mi buen amigo, qué debo hacer?
Ibrahim dirigió una mirada confusa hacia el príncipe.
Ibrahim dirigió una mirada confusa hacia el príncipe.
—Sólo puedo confiarte esto a ti —le confesó con impaciencia Salad—. ¿No vas a aconsejarme como otras tantas veces?
—No es tan fácil —le respondió Ibrahim—. Vos sois el heredero del reino, y tenéis un deber que cumplir. Vuestro enlace es un asunto de Estado. Sin embargo… —Ibrahim no se atrevió a continuar. De hecho, pensó que ya había hablado demasiado.
—Sin embargo, ¿qué?, Ibrahim —suplicó el príncipe Salad.
—Amado príncipe, no sé si lo que os voy a contar os conviene, pero lo cierto es que hace tiempo, alguien que yo conocí se vio en una situación similar. Del mismo modo que vos pensó y, por ello, tomó la decisión que creyó más correcta, no para sí, sino conforme a sus deberes y responsabilidades. El último momento que pasó junto a ella fue en el que la tomó de las manos, la miró con dulzura, y en el que la despidió. Mientras se alejaba para no volver a verla más, pensó que ningún tiempo sería suficiente para olvidarla. Así fue, y aún hoy no sabe lo que es la felicidad. —Ibrahim, tras decir esto, guardó silencio.
—Muy triste es la historia que me cuentas, amigo mío —le confesó el príncipe.
—La vida es semejante a las olas —dijo Ibrahim—, y nosotros intentamos nadar entre ellas. Hay que ser muy afortunado para que, entre tanto movimiento, se pueda alcanzar la calma. Ése es el mayor tesoro de la vida.
Ibrahim, tras decir esto, se despidió del príncipe, quien, desde una terraza, quedó contemplando las estrellas...(¿Quieres saber cómo termina el cuento «El mensaje de las olas»? Continúa en la colección de cuentos Leyendas de Arabia).