La estatua y su pedestal


En una época muy lejana, existió una isla tan distante del mundo que sólo se podía ver agua a su alrededor. En ella vivían unos hombres que siempre se estaban haciendo preguntas y muy pocas veces encontraban respuestas satisfactorias para ellas, lo que suponía un gran pesar ya que no se sentían seguros en ningún aspecto de la vida. Ante preguntas sin respuesta la reacción común era un encogimiento de hombros.
Por eso cuando llegó Salbe, un hombre que tenía respuestas para todo, muchos fueron los que le siguieron y encontraron la tranquilidad. En honor a este gran cambio fue levantada, de espalda a una de las playas, una enorme estatua en cuyo pedestal se escribió:

Quien llegue a este lugar, que dé la vuelta. Nada más existe tras él.

Esta afirmación era un símbolo de la nueva época que los habitantes estaban viviendo. Nadie dudaba, ya nadie se preguntaba, y todos se sentían protegidos por la verdad, todos excepto unos pocos. Éstos se cuestionaban las palabras del pedestal preguntando:
—¿Cómo sabéis que es cierto?
Y obtenían por respuesta lo que Salbe había dicho:
—Sólo tenéis que mirar. No veréis más que agua.
Así pues, al cabo de unos años, aquellos que no se convencieron fueron apartados de la comunidad, pues se les consideró perjudiciales para el equilibrio de la convivencia. Fueron conducidos hasta lo más profundo del bosque en el interior de la isla y se les prohibió regresar a la costa.
Allí vivieron durante un tiempo, aislados de los que habían sido hasta entonces amigos, compañeros y vecinos suyos. Al principio se lamentaron de la situación, pero con el paso de los años se resignaron y continuaron sus vidas con independencia de la gente que habitaba la costa.
Construyeron chozas de madera que poco a poco se fueron transformando en cómodas y confortables cabañas; cultivaron las tierras que la tala de árboles, usados para el levantamiento de los hogares, había despejado; y también descubrieron que el agua del río, que pasaba justo al lado del lugar en el que se habían instalado, era más cálida que en la desembocadura, por lo que bañarse era mucho más agradable, y pronto esto se convirtió en un divertimento muy popular.
De este modo, pese a las circunstancias iniciales que les habían conducido al sitio, se encontraban a gusto. Sin embargo, sólo vivieron allí un tiempo. Cierto día sucedió algo extraordinario que les empujó a abandonarlo.
Anochecía y, bajo la luz de las hogueras que comenzaban a encenderse, otro fuego les perturbó. En lo alto de la montaña que dominaba la isla, una gran brasa gigantesca salió despedida desde la cumbre. Tras ella vino otra y otra más, acompañadas de un fuerte temblor de tierra. Los habitantes del bosque contemplaron aterrorizados aquel nuevo enigma que el mundo les deparaba. Y de repente, el silencio... (¿Quieres saber cómo termina el cuento «La estatua y su pedestal»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).