El bazar de los sueños es la tercera colección de cuentos de Villar Pinto. En «La deuda del marajá», cuenta la leyenda que un príncipe hindú hubiera acabado en las fauces de un tigre de no haber intervenido un cazador, que lo mató con su lanza. Sin embargo, al no cumplir con la deuda que había contraído, ese mismo tigre acabó años más tarde con la vida del príncipe, convertido en marajá, sin que nadie pudiera impedirlo.
El bazar de los sueños (12 cuentos): «Broan y Turin», «El bazar de los sueños», «El bosque de los ciervos blancos», «El carpintero sin suerte», «El cofre de los náufragos», «El estanque mágico de Verdesmeralda», «El viaje de Breogán», «El vuelo de los cisnes», «La biblioteca de Alejandría», «La deuda del marajá», «La maldición de la sirena de oro» y «Las estrellas capturadas».
Hace muchos, muchísimos años, en la India existió un reino gobernado desde una preciosa ciudad rodeada de azules lagos y tornasoladas colinas. Era la llamada «Ciudad del amanecer». Muchos marajás extranjeros envidiaban y admiraban la belleza del lugar. Ansiaban conquistarla, pero era tanto el amor y el orgullo que por ella sentían sus habitantes que todos y cada uno de ellos estaban siempre dispuestos, sin asomo de duda, a sacrificar sus vidas para defenderla, por lo que ningún ejército invasor había conseguido nunca apropiarse de ella. La «Ciudad del amanecer», además de hermosa, era inexpugnable.
Parecería imposible que de un lugar de tales virtudes pudiera surgir infamia alguna. Sin embargo, incluso las frutas de más exquisito aspecto están expuestas a las plagas, y fue aquí, en este paradisíaco lugar, donde un día vivió el príncipe más egoísta que jamás haya existido. Su nombre, Naresh.
Naresh había sido educado en la más absoluta libertad. Jamás había sido reprendido, mucho menos castigado, y todos sus caprichos habían sido satisfechos al instante de reclamarlos. Mimado hasta el extremo fue creciendo en la convicción de que todo lo que existía le pertenecía y debía complacer sus deseos. Así pues, Naresh no tomaba a nadie en consideración y jamás agradecía nada. Sólo se preocupaba por sí mismo, despreciando a los demás en continuas ocasiones.
No obstante, a pesar de que tal actitud había creado descontento entre su pueblo, todavía éste esperaba que los años y el peso de las responsabilidades hicieran madurar al joven Naresh. Pero ya por entonces la «Ciudad del amanecer» se mantenía en una tensa calma, como reflejaban las miradas de los súbditos al ver pasar al príncipe en aquella tarde que salía nuevamente de caza.
Indiferente a ellas, dejó atrás la ciudad acompañado de su séquito y se adentró en la jungla. Pero esta vez Naresh iba a encontrar en ella algo más que de costumbre, algo que supondría el principio del fin de una dinastía que, durante siglos, había gobernado la «Ciudad del amanecer».
Aquel año una gran sequía había diezmado la vida de muchos animales, por lo que la caza era escasa, no sólo para los hombres, sino también para los ancestrales señores de esta tierra, los tigres. Éstos, ante la falta de presas, habían comenzado a hacerse más visibles, y era precisamente a uno de ellos al que pertenecían los ojos acechantes que, tras la espesura, se habían fijado en el príncipe.
El tigre le siguió, con calma y sigilo, y esperó a que aquél se detuviera en la vera de un río, transformado ahora en un angosto arroyo. La fiera avanzó lentamente hasta que se situó cerca de Naresh, tan cerca que apenas tuvo que dar cuatro pasos para caer sobre él. Éste no tuvo tiempo de reaccionar antes de verse muerto, y así hubiera sido de no haberse interpuesto una lanza entre las fauces del tigre y su cabeza. Aquella arma había cambiado los designios de la muerte en el último instante.
Naresh apartó al tigre mientras llamaba a viva voz a sus acompañantes con manifiesta ira, a la que siguieron amenazas. Éstos se quedaron paralizados por el temor.
—¿Así protegéis a vuestro señor? —gritaba el príncipe—. ¡Todos recibiréis el mayor castigo!
Por ello, sólo uno de entre los que habían presenciado la escena se atrevió a acercarse. Era un cazador, conocido entre los lugareños por su maestría y ajeno al séquito real. Sin mediar palabra, extrajo la lanza de la boca de la fiera, tras lo cual se dirigió al príncipe:
—He sido yo quien ha matado al tigre y por tanto me pertenece, salvo que deseéis que os lo entregue como presente.
—¡Insolente! —le contestó Naresh—. ¡Soy el príncipe de la «Ciudad del amanecer», el futuro marajá! No sólo me pertenece el tigre, sino también tu vida y la de todos los demás. Puedes darte por pagado al permitirte marchar. Ahora, ¡desaparece antes de que me arrepienta!
Y así lo hizo el cazador mientras el príncipe emprendía el regreso a la capital. Lo primero que ordenó al llegar a ella fue ejecutar a todos los que le habían acompañado en aquella tarde. Ante la atónita mirada del pueblo, se cumplieron sus órdenes.
Tras aquello pasaron siete años, al cabo de los cuales el marajá de la «Ciudad del amanecer» murió y Naresh ocupó el trono de su padre. Según era costumbre, días después de las honras fúnebres, el pueblo de la ciudad debía reunirse frente al palacio real para rendir homenaje al sucesor, pero el evento tuvo que aplazarse. Destacamentos enemigos estaban haciendo incursiones en las fronteras del reino...(¿Quieres saber cómo termina el cuento «La deuda del marajá»? Continúa en la colección de cuentos El bazar de los sueños).