Sufrimos grandes desperfectos tras la tempestad de ayer, pero tuvimos suerte. Nuestro buen barco resistió y conseguimos mantenernos a flote. Sin embargo, otros no fueron tan afortunados. Al mediodía recogimos a dos náufragos maltrechos que, agarrados a un cofre, iban a la deriva. Vestían ropas extrañas, lo que nos hizo pensar que provenían de un país lejano, pero exhaustos como estaban, poco pudieron decir más que su nave había ido a parar al fondo del mar. Hoy son ellos y las reparaciones los que nos mantienen ocupados.
Si todo sale bien, y podemos aprovechar completamente el viento favorable que sopla desde popa, en pocos días podremos llegar al fin a puerto, a nuestro hogar, después de tanto tiempo surcando la inmensidad del océano…
Estaba Harald escribiendo estas últimas palabras cuando un marinero irrumpió en el camarote.
—¡Rápido capitán! —exclamó—. ¡Uno de los náufragos ha muerto, y el otro llama por vos! ¡No creo que aguante mucho más!
Harald siguió con premura al marinero hasta el compartimento donde aquéllos habían sido alojados, e iban a entrar los dos cuando el náufrago moribundo pidió estar en compañía únicamente del capitán.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Harald viendo escapar la vida de aquel hombre.
—¡Poner la mayor atención en lo que os voy a decir! —le contestó—. El cofre es mágico. Os concederá lo que le pidáis, pero nunca, ¡escuchadme bien!, ¡nunca abráis la trampilla interior!
El capitán, aunque profundamente extrañado, iba a preguntar el porqué de esta advertencia pero no hubo tiempo. El náufrago falleció en aquel mismo instante. Harald, deseándole un buen descanso, cerró los ojos del hombre. Tras ello miró para el cofre.
Era de lo más curioso, pues parecía muy antiguo, pero no podía serlo; su estado de conservación era perfecto. Se acercó a él y lo abrió. Estaba vacío y en el fondo, efectivamente, había una trampilla. Se quedó mirando fijamente para ella, preguntándose si todo lo que había dicho el náufrago sería un desvarío. Cerró la tapa del cofre y pensó:
—Sólo hay una forma de averiguarlo. Necesitaríamos una vela nueva para evitar más reparaciones.
Levantó nuevamente la tapa y…
—¡No puede ser! —exclamó. Había aparecido una flamante vela, lisa y blanca.
Harald llamó a varios marineros para que le ayudaran a desplegarla. Resultó ser perfecta en tamaño y proporciones.
—Entonces es cierto —se asombró el capitán diciendo para sí.
Según tradición funeraria por aquella entonces, los náufragos fueron arrojados al mar envueltos en un sudario mientras el resto de los marinos entonaba canciones de despedida. Días más tarde, el Lobo de Mar arribaba a la isla de Croma, patria de sus tripulantes.
Nada más llegar a casa, el capitán enseñó el cofre a su esposa y le mostró lo que se podía hacer con él. Pidió joyas, y repleto de ellas quedó. Rubís, esmeraldas, diamantes, perlas, amatistas, jades, zafiros…
—¡Es extraordinario! —dijo ella.
—Sí, aunque hay algo más que debes saber —añadió Harald, y le explicó que en el fondo de este baúl mágico había una trampilla que no debía abrirse, pues así se lo había indicado el náufrago a quien había pertenecido.
—¿No te corroe la curiosidad? —preguntó ella intrigada—. ¿Qué ocultará?...
(¿Quieres saber cómo termina el cuento «El cofre de los náufragos»? Continúa en la colección de cuentos El bazar de los sueños).