El pequeño Tinsú


Hace mucho tiempo, existió un pueblo encerrado entre montañas muy altas. Sus habitantes apenas podían subsistir; muy pocas de las semillas que plantaban germinaban, pues nada más que la lluvia las regaba.
En lo profundo de sus corazones, deseaban abandonar este lugar, dirigirse a las tierras fértiles de abajo, bañadas por ríos y lagos, pero el problema estaba en que para ello tendrían que atravesar un bosque espeso, en el que se cobijaban espantosas criaturas. Ninguno de los que se habían internado en él había regresado con vida para contarlo, así que, durante cientos de años, el sentir predominante entre los pueblerinos había sido el de la resignación. Estaban atrapados, y lo mejor era aceptarlo. Por ello, nunca hablaban de este asunto.
Éste era el ambiente en el que vivió el pequeño Tinsú, un hombrecillo curioso, pues desde los cinco años había dejado de crecer. Por esta razón, sus padres se sentían muy tristes, ya que Tinsú no podía ayudarles a cultivar, y como no tenían más hijos, eran muy pobres. Le querían y nunca le faltó cariño, pero Tinsú sabía que, en el fondo, sus padres se sentían desgraciados.
—Algún día haré algo que les llenará de orgullo —se había prometido Tinsú ya desde muy joven.
Firme en este propósito, el pequeño Tinsú pasaba los días pensando, reflexionando, intentando descubrir algo importante. Fue así como un día, mientras meditaba, escuchó por casualidad el comentario de un anciano que, contemplando la ladera de una de las montañas, suspiró:
—¡Ojalá hubiera algún modo de llegar hasta ti!
Tinsú sabía que uno de los pasatiempos preferidos de los ancianos era sentarse a admirar las tierras de abajo, pero como era un hecho tan cotidiano, tantas veces repetido, nunca le había dado importancia. Mas, al oír estas palabras, sintió una gran curiosidad.
—¿Por qué dice eso, anciano? —le preguntó.
Fue en ese momento cuando Tinsú conoció la historia de su pueblo, y el deseo velado del que nadie hablaba. Tras escuchar con atención el relato del anciano, Tinsú se sentó a su lado y, en vez de dirigir su vista hacia donde los demás, la centró en la espesura.
Durante varias semanas hizo esto mismo, hasta que un atardecer sonrió y, acto seguido, echó a correr hacia su casa, en la que entró como un vendaval.
—¡Tinsú! —exclamó su madre—. ¿Qué te pasa?
—¡Ya lo tengo, madre! —dijo él alterado por la alegría—. ¡Ya lo tengo!
—Cálmate, Tinsú. A ver, ¿qué es lo tienes?
—¡He encontrado el modo de llegar a las llanuras! ¡Excavaremos un túnel en la roca, y así atravesaremos el bosque sin peligro!
Ante la propuesta, sus padres no reaccionaron como ­é­l pensaba que lo harían. Se miraron, se pusieron serios, y guardaron silencio.
—¿No os alegráis? —se extrañó Tinsú.
—Tinsú, ¿no has visto lo altas que son estas montañas? —dijo su padre—. Aunque dedicáramos todo nuestro empeño, no lograríamos hacer más que un diminuto agujero en ellas.
—Entonces, ¿no vais a ayudarme? —preguntó Tinsú desencantado.
Sus padres no supieron qué decirle, por lo que Tinsú subió corriendo a su habitación y se encerró en ella. A la mañana siguiente, tras coger un pico de la caja de herramientas de su padre, bajó y se sentó a la mesa... (¿Quieres saber cómo termina el cuento «El pequeño Tinsú»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).